La posmodernidad rechaza de entrada la posibilidad de dialogar con el otro para convencerlo de algo, como si bajo dicho diálogo se escondiera la innoble intención de someter al otro a nuestros criterios o deseos. Creo que nada malo hay en intentar convencer al otro si también uno está dispuesto a dejarse convencer. ¿Convencer con qué? Con argumentos, con la lógica, con las pruebas: con la razón.
Creo que el cambio educativo empieza por aquí: por las ganas de hablar y de escuchar, comúnmente truncadas por el principio posmoderno de que todas las opiniones valen lo mismo. Seguramente, el declive de la autoridad (en educación y otros muchos ámbitos sociales e institucionales) hace palanca en este fulcro: todas las opiniones valen lo mismo.
Es decir, las del hijo igual que las del padre; las del paciente igual que las del médico; las del neurótico igual que las del psicólogo; las del alumno igual que las del maestro…
La cuestión no es baladí, creo yo. ¿Los orígenes de esta creencia? Resumiendo mucho: los orígenes son el miedo a la autoridad desmedida y despótica.
Por mi parte, intentaré añadir algo más. Lo siguiente: el caldo de cultivo de la ideología posmoderna más cercano en el tiempo fue, quizá, el del mayo del sesenta y ocho y lo que vino después. A mí me pilló toda aquella movida siendo niño y adolescente, y lo suficientemente inmaduro para absorber e interiorizar, como tantos otros, su impronta ideológica. Yo creo que el propósito de aquella revolución, truncada por la misma naturaleza humana, fue algo noble y necesario: unir más a las personas, desacreditar las jerarquías, igualar a las gentes en el trato sin importar procedencia, clase social, profesión, etc. Algo muy loable, pienso yo.
Pero había un riesgo implícito que, pasado el tiempo, ha devenido explícito y lancinante, a saber: que el esponjoso igualitarismo degenerara en corrosivo individualismo. Y eso es precisamente lo que ha pasado y lo que está pasando. En el guión original de los revolucionarios del mayo del sesenta y ocho estaban escritos los conceptos de fraternidad, el trato cordial de unos con otros, la paz, la libertad. Fenomenal. ¿Quién no suscribiría tan nobles propósitos?
Pero la cosa se torció. Esas ideas, las de los años sesenta y setenta, tenían inoculado un virus letal. Pues si todos somos iguales, si todas las opiniones valen lo mismo, si ya no hay autoridades que acatar ni preceptos que observar, ¿por qué razón he de prestar yo oídos al otro, a mi interlocutor? ¿Acaso lo que él me diga valdrá más o tendrá más fundamento que lo que yo diga? ¿Realmente, es mi obligación ética escuchar al otro? Si está prohibido prohibir, si todo signo de autoridad está en entredicho, ¿cómo conceder más valor a lo que dice mi interlocutor que a lo que diga yo, mi vecino o este niño de ocho años? Nada puede extrañarnos, entre muchas otras torsiones del sentido común, el intrusismo profesional de hoy o que, en las conversaciones cotidianas, todo el mundo sepa de todo, sin parar en mientes sobre lo que se dice de política, arte, ética, física o psicología. Al parecer, casi cualquiera de mis amigos o conocidos sabe tanto como yo de psicología, aunque yo sea psicólogo y ellos no. Sí, el arte es una metáfora de lo que está pasando. Igual que todo vale en arte, todo vale en el mundo de las ideas. Tanto da una opinión hecha a vuelapluma que una teoría filosófica o científica. Nada tiene más autoridad que nada.
Yo, que siempre he sido aficionado a las paradojas, tengo a ésta por la joya de la corona. Qué cosa tan curiosa que partiendo de tan buenos propósitos (igualdad, eliminación de las jerarquías, fraternidad… hayamos arribado a esta situación. Qué curioso que del igualitarismo original hayamos llegado a este individualismo que nos señorea y que, nacido de la misma sementera del espíritu democrático, casi nos impide dialogar; es decir: hablar y escuchar para entendernos mejor, no simplemente para marcar nuestro territorio, que es lo que solemos hacer. De suerte que, efectivamente, hemos conseguido aniquilar los signos ostentosos de autoridad, hemos conseguido repudiar la imagen astrosa de los grandes tiranos políticos, militares o religiosos, pero, a cambio, nos ha quedado un rosario interminable de conflictos cotidianos de todos contra todos. Ya no hay un gran tirano, un gran Gallo de corral sino que todos nos tiranizamos unos a otros, gallitos todos, fieles baluartes de la máxima de que nada es mejor que nada, ninguna idea mejor que otra, ninguna teoría más digna de atención que otra. Nadie se digna ceder ante el otro. Quizá por ello asistimos a la gresca continua entre matrimonios, entre vecinos, entre padres e hijos, entre generaciones, entre profesionales y aficionados, entre alumnos y maestros, etc. Es una guerra de todos contra todos. Es la guerra de la vanidad desaforada.