IGUALITARISMO E INDIVIDUALISMO POSMODERNOS

4 enero 2010

La posmodernidad rechaza de entrada la posibilidad de dialogar con el otro para convencerlo de algo, como si bajo dicho diálogo se escondiera la innoble intención de someter al otro a nuestros criterios o deseos. Creo que nada malo hay en intentar convencer al otro si también uno está dispuesto a dejarse convencer. ¿Convencer con qué? Con argumentos, con la lógica, con las pruebas: con la razón.

Creo que el cambio educativo empieza por aquí: por las ganas de hablar y de escuchar, comúnmente truncadas por el principio posmoderno de que todas las opiniones valen lo mismo. Seguramente, el declive de la autoridad (en educación y otros muchos ámbitos sociales e institucionales) hace palanca en este fulcro: todas las opiniones valen lo mismo.
Es decir, las del hijo igual que las del padre; las del paciente igual que las del médico; las del neurótico igual que las del psicólogo; las del alumno igual que las del maestro…

La cuestión no es baladí, creo yo. ¿Los orígenes de esta creencia? Resumiendo mucho: los orígenes son el miedo a la autoridad desmedida y despótica.
Por mi parte, intentaré añadir algo más. Lo siguiente: el caldo de cultivo de la ideología posmoderna más cercano en el tiempo fue, quizá, el del mayo del sesenta y ocho y lo que vino después. A mí me pilló toda aquella movida siendo niño y adolescente, y lo suficientemente inmaduro para absorber e interiorizar, como tantos otros, su impronta ideológica. Yo creo que el propósito de aquella revolución, truncada por la misma naturaleza humana, fue algo noble y necesario: unir más a las personas, desacreditar las jerarquías, igualar a las gentes en el trato sin importar procedencia, clase social, profesión, etc. Algo muy loable, pienso yo.

Pero había un riesgo implícito que, pasado el tiempo, ha devenido explícito y lancinante, a saber: que el esponjoso igualitarismo degenerara en corrosivo individualismo. Y eso es precisamente lo que ha pasado y lo que está pasando. En el guión original de los revolucionarios del mayo del sesenta y ocho estaban escritos los conceptos de fraternidad, el trato cordial de unos con otros, la paz, la libertad. Fenomenal. ¿Quién no suscribiría tan nobles propósitos?

Pero la cosa se torció. Esas ideas, las de los años sesenta y setenta, tenían inoculado un virus letal. Pues si todos somos iguales, si todas las opiniones valen lo mismo, si ya no hay autoridades que acatar ni preceptos que observar, ¿por qué razón he de prestar yo oídos al otro, a mi interlocutor? ¿Acaso lo que él me diga valdrá más o tendrá más fundamento que lo que yo diga? ¿Realmente, es mi obligación ética escuchar al otro? Si está prohibido prohibir, si todo signo de autoridad está en entredicho, ¿cómo conceder más valor a lo que dice mi interlocutor que a lo que diga yo, mi vecino o este niño de ocho años? Nada puede extrañarnos, entre muchas otras torsiones del sentido común, el intrusismo profesional de hoy o que, en las conversaciones cotidianas, todo el mundo sepa de todo, sin parar en mientes sobre lo que se dice de política, arte, ética, física o psicología. Al parecer, casi cualquiera de mis amigos o conocidos sabe tanto como yo de psicología, aunque yo sea psicólogo y ellos no. Sí, el arte es una metáfora de lo que está pasando. Igual que todo vale en arte, todo vale en el mundo de las ideas. Tanto da una opinión hecha a vuelapluma que una teoría filosófica o científica. Nada tiene más autoridad que nada.
Yo, que siempre he sido aficionado a las paradojas, tengo a ésta por la joya de la corona. Qué cosa tan curiosa que partiendo de tan buenos propósitos (igualdad, eliminación de las jerarquías, fraternidad… hayamos arribado a esta situación. Qué curioso que del igualitarismo original hayamos llegado a este individualismo que nos señorea y que, nacido de la misma sementera del espíritu democrático, casi nos impide dialogar; es decir: hablar y escuchar para entendernos mejor, no simplemente para marcar nuestro territorio, que es lo que solemos hacer. De suerte que, efectivamente, hemos conseguido aniquilar los signos ostentosos de autoridad, hemos conseguido repudiar la imagen astrosa de los grandes tiranos políticos, militares o religiosos, pero, a cambio, nos ha quedado un rosario interminable de conflictos cotidianos de todos contra todos. Ya no hay un gran tirano, un gran Gallo de corral sino que todos nos tiranizamos unos a otros, gallitos todos, fieles baluartes de la máxima de que nada es mejor que nada, ninguna idea mejor que otra, ninguna teoría más digna de atención que otra. Nadie se digna ceder ante el otro. Quizá por ello asistimos a la gresca continua entre matrimonios, entre vecinos, entre padres e hijos, entre generaciones, entre profesionales y aficionados, entre alumnos y maestros, etc. Es una guerra de todos contra todos. Es la guerra de la vanidad desaforada.

LA QUE SE NOS VIENE ENCIMA

4 enero 2010

Corrección política, venero de atildadas necedades en materia de educación. Algunos padres –los más lúcidos- saben reconocer el disparate, aunque no atajarlo. Lo confiesan: “la educación que hoy les damos a nuestros hijos es una gilipollez tras otra”. Lo reconocen: “Todos los padres de hoy tenemos problemas con los críos. Lo pagaremos”.

Los jugueteros deben de estar encantados con esta inacabable ola de ñoñería: cientos o miles de juguetes repartidos por toda la casa, arrumbados por las esquinas de cada habitación, flamantes, como recién salidos de fábrica. Mala suerte, ésos no le gustan al mozalbete. Papá decide probar suerte con cuatro balones, tres coches teledirigidos y un muñeco que piropea al niño cuando se le aporrea. Está programado para ello, a imagen y semejanza de sus papis. Una mamá, revista “rosa” en mano, está en la sala de espera del médico con su niña de tres años, supuestamente enferma. La pequeña, vigorosa pese a su dolencia, le arrebata a la madre el pasatiempo: “No, no cariño, no le quites a mami la revista. Mira, mami llora…” Un mocoso de 4 años aporrea las plantas del huerto del abuelo con una pala de juguete. La madre manifiesta su arredramiento: “Uh, madre mía, con lo que está disfrutando, cualquiera le quita ahora la pala”. La tía, corajuda y expedita, intercede: “No cariño, no hagas eso, por favor, que las plantas lloran.” Llegan a la guardería la madre y la niña. Aquélla, madre coraje toda ella, le pide encarecidamente a la niñera que le quite el abrigo a la nena, que ella no puede.

Tibios signos de cambio se perciben. Enrique Mújica, el Defensor del Pueblo, manifiesta ante las cámaras la conveniencia de que los alumnos traten de usted a los maestros y profesores. El ministro de educación, A. Gabilondo, se atreve a decir que estamos equivocados en nuestro modelo educativo, que hemos creído, erróneamente, que la educación era dar todo nuestro cariño a los niños, sin exigirles esfuerzo ni inculcarles valores éticos. Arturo Canalda, el Defensor del Menor, llama la atención sobre la violencia de diversas series televisivas creadas para público juvenil. En su telediario, Iñaki Gabilondo habla con valentía de la barbarie de Pozuelo. Carga contra la lenidad con que se “castigará” a las bestezuelas menores de edad que participaron en el dantesco espectáculo. Y contra los padres de esos angelitos cuando, con marmórea jeta, protestan por el castigo que les impuso la juez: ¡que durante 3 meses se recojan antes de las 22 horas! Draconiano castigo. Se comprende la indignación de los susodichos.
Éstas y otras declaraciones se han hecho como respuesta a los nefandos disturbios perpetrados en Pozuelo por un nutrido grupo de botelleros. No serán los últimos. Los modales tiránicos de una legión innúmera de niños malcriados no quedarán recluidos a hogares y aulas. Antes o después, estos mercenarios de la diversión sin límites, tomaran las calles, campando por sus respetos. Hordas de insensatos esperan su turno para placear su triste condición a los cuatro vientos. A todos nos llegará su horrísono pregón.

¿Puede extrañar la violencia de nuestros jóvenes cuando, según algunas encuestas, la mitad de los padres cree que es tarea de los maestros y los profesores educar a sus hijos? Claro, si es que lo mejor es delegar estos engorros en los profesionales. Que el maestro eduque a mi niño, que el médico lo mantenga sano, que la universidad le dé un título, que el gobierno le busque trabajo… Los padres están, eso sí, para engendrar a los niños. Esto, curiosamente, no se delega en nadie, sino que cada cual arrostra las penalidades amatorias y copulativas como puede, con esforzado estoicismo.

Hace unos meses, cuando todavía yo escribía en el blog de José Antonio Marina, aduje sobradas razones sobre la necesidad recuperar la autoridad en las casas y las escuelas. Recibí críticas de los defensores del nuevo “orden” educativo, de los progres que enarbolan la bandera de la tolerancia y la libertad. Yo, claro está, era para ellos un nostálgico de los tiempos en que la letra entraba con sangre, un amigo de las formas despóticas y el autoritarismo de pasadas décadas. Salí de allí asqueado, aunque justo es reconocer que también hubo quien me prestó su apoyo. Sin embargo, Marina, en su “Recuperación de la Autoridad” dice lo mismo que yo (o yo lo mismo que él). Pero este señor quedará a salvo de las acusaciones que yo recibí (y recibo), pues la fama otorga inmunidades y privilegios magníficos.

Un amigo me cuenta que cuando viaja con su mujer e hijos (6 y 3 años) éstos no paran de protestar e incordiar desde los asientos traseros del coche: “No nos hacéis caso, no nos hacéis caso”. “Eso es, amigo –le contesto yo-, ese es el quid del problema: que la mayor parte de la atención que les prestáis a los críos es contraproducente y nociva.” Y les explico cómo deben hacer para lograr implantar un poco de paz en el hogar. Pero no creo que me comprendan. Lo malo es que lo llegarán a comprender por las malas. Y cuando sea demasiado tarde. La que se nos viene encima.

Saludos.

Hello world!

3 enero 2010

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